En abierto contraste con el respeto que, en el proceso de transmisión, los copistas mostraban hacia los textos literarios, una característica constante en los textos médicos es su condición de textos vivos. En este último caso, modificatión, reutilización y fragmentatión eran elementos consustanciales del acto de copia, hasta el punto de que no es infrecuente la existencia de varias redacciones de una misma obra, que, por tratarse de modificaciones deliberadas del modelo, adquieren la categoría de textos autónomos con entidad para ser editados de modo independiente. Otra consecuencia de ese especial carácter de los libros de medicina es que no pocas veces éstos se conservan sólo de modo fragmentario o reducidos a la condición de membra disiecta, cada uno de los cuales, a su vez, ha podido sufrir reelaboraciones en distinto grado. En este sentido, el esforzado empeño de rastreo en los manuscritos, en unos casos, o una feliz casualidad, en otros, ha permitido en los últimos años colmar importantes lagunas de varios textos, anónimos o de autor reconocido. Una de las mayores dificultades en este terreno es la carencia de catálogos específicos, pues, salvo las excepcionales contribuciones de A. Beccaria y de E. Wickersheimer, y del importante, pero no exhaustivo, incipitario de L. Thorndike y P. Kibre, es preciso rastrear en catálogos de numerosas bibliotecas, que arrastran descripciones de los textos muchas veces incompletas, cuando no manifiestamente erróneas, o en trabajos dispersos y no siempre de fácil acceso. Particular atención merecen los manuscritos de la Baja Edad Media, e incluso los de época humanística, que con frecuencia reservan la grata sorpresa de algún texto antiguo sólo conocido por ediciones renacentistas o transmitido de modo incompleto en códices altomedievales.