Published online by Cambridge University Press: 15 March 2024
María Coronel (después conocida como María de Jesús de Ágreda) nace en 1602 en el seno de una familia noble venida a menos, de conspicua vocación religiosa y, muy probablemente, de origen converso. De su infancia suele recordarse la fuerte impresión que le produjo el estreno de una comedia de Lope de Vega, que habría tenido lugar tras la procesión de Corpus Christi en Ágreda y que su propio padre, Francisco Coronel, habría comisionado para el consistorio. Corría el año 1609 y esta obra profética era El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón. La infancia de María transcurrirá con normalidad en adelante hasta que, pocos años más tarde, contemple un giro drástico. Su madre, Catalina de Arana, decide acometer la empresa – según ella revelada – de fundar un convento concepcionista en la propia localidad de Ágreda. Allí ingresaría en 1618 junto con sus dos hijas y otras monjas, descalzas y calzadas, de la orden carmelita. La vocación de María era, ciertamente, una vocación heredada, pero esto no impidió que se manifestara en tempranas “exterioridades”. Al contrario; incluso antes de tomar el hábito, María ya sufría los primeros raptos y las primeras tribulaciones místicas. Sobresalen, entre ellos, los ejercicios de levitación que le llevarían a escribir el Tratado de la redondez de la tierra, verdadero atlas visual de los cuatro continentes conocidos, cuyos valles, montañas y razas monstruosas son descritos por la joven desde un firmamento hasta el que dice haberse elevado en sueños. Tenía quince años y este era su primer viaje a América sin salir del convento, pero no sería ni mucho menos el último.
Poco después, María Coronel revelará a su confesor, Juan de Torrecilla, que podía dar gran detalle de la vida salvaje, flora y fauna de las regiones que hoy conocemos como Nuevo México, Texas y Arizona. Allí llevaba desplazándose, no en vano, desde 1620, en viajes sucesivos durante los que había podido aproximarse a los indígenas y llamarlos por el camino de la fe. Lo había hecho, otra vez, sin salir del convento. Rápidamente el rumor sobre este hecho extraordinario se extiende (la discreción no debía de estar entre las mejores virtudes del padre Torrecilla) hasta alcanzar en 1622 los oídos del ministro general de la Orden de San Francisco, Bernardino de Siena, que andaba por casualidad de visita en Ágreda. La reacción tardaría en producirse.
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