Así es la vida del campesino
Lo que les cuento es la realidad
—Eliseo Parada, Arreo, 2015En la escena final de Los rubios (2003) de Albertina Carri, vemos al equipo de filmación adentrarse en un camino rural hasta perderse. Esta escena, que ha sido leída como “una concesión a la relatividad de la historia”, puede ser tomada como un gesto hacia el rol que el paisaje rural vendrá a ocupar en la producción cultural argentina y latinoamericana en lo que va del siglo XXI.Footnote 1 Durante este período, se ha hecho evidente la importancia del campo para ver las otras caras de la globalización neoliberal, sobre todo en lo que se refiere a la marginalidad rural y los conflictos ambientales. Prueba de ello es la vasta cantidad de textos literarios, obras de arte y películas recientes dedicados a la vida rural, entre cuyos temas recurrentes están los agrotóxicos, la pobreza y la resistencia de comunidades indígenas.Footnote 2 Aunque no es este su tema principal, Los rubios anticipa así un retorno al campo como sitio para estudiar las contradicciones del capitalismo tardío, marcando un giro de corte realista en la producción reciente de documentales que contrasta con el énfasis subjetivo que había predominado en el cine de no ficción. Sin embargo, no se trata de un retorno al campo como espacio identitario o revolucionario, que es como había sido representado, respectivamente, en el cine clásico y militante del siglo XX. Al contrario, se trata de una vuelta al medio rural como lugar para explorar las limitaciones de la modernidad en una región marcada por la desigualdad y la violencia, así como para testear las alternativas de resistencia en un contexto de nuevos avances imperialistas suscitados, por ejemplo, por el agronegocio.
Partiendo de esta premisa, en este ensayo me enfoco en una serie de documentales latinoamericanos recientes que permiten dar cuenta del estado actual del campo y el campesinado. Estos documentales tienen en común el enfocarse en espacios primordialmente rurales, es decir, lugares aislados en donde predominan economías de subsistencia y que tienen limitado acceso a servicios públicos o, incluso, electricidad. También comparten un énfasis en los trabajos de campo, es decir, faenas agrícolas y ganaderas y tareas típicamente rurales que son centrales para la reproducción de la vida. Mas, sobre todo, estos documentales tienen en común que abandonan la voz subjetiva y reflexiva que domina el cine de no ficción contemporáneo y adoptan un punto de vista realista, más cercano al cine etnográfico y observacional. Entre las preguntas que organizan esta reseña, están: ¿Qué representa el campo en el cine de no ficción contemporáneo? ¿Cuál es la relación entre campesinado y trabajo hoy? ¿Existe todavía la separación campo/ciudad? ¿Cómo es la relación entre campesinado y entorno natural, particularmente los animales? Finalmente, si el campo había sido asociado emblemáticamente a identidades nacionales, así como discursos modernizadores o revolucionarios, ¿cuál es su rol político en el presente?
Para responder a estas preguntas, comienzo con un análisis de las formas de representación del campo en la modernidad latinoamericana, en la cual las ciudades aparecen como lugares de progreso y civilización mientras que el campo es visto como un espacio arcaizante o subdesarrollado. Paralelamente, estudio las maneras en que el cine ha representado históricamente el campo a partir de ideologías modernistas, nacionalistas o revolucionarias. Finalmente, realizo un análisis de los documentales escogidos a partir de cuatro nudos problemáticos: los trabajos y los días, las edades de la distancia, identidad animal y el campo sin tierra y la mujer campesina.
El campo fuera de campo
A pesar de ser una región agraria incluso hoy, en América Latina el campo ha sido representado en el cine o la literatura como un espacio arcaico o subdesarrollado. De hecho, una de las narrativas fundamentales de la modernidad latinoamericana ha sido la progresiva marcha desde el campo a la ciudad. Ya en la época colonial, a pesar de que el campo fue clave para sustentar la explotación minera, este se asoció con la “barbarie” indígena en contraste con la sofisticación barroca de las ciudades virreinales.Footnote 3 En el siglo XIX, la ciudad también fue vista como el lugar de la civilización y el campo como el de la barbarie, según la conocida fórmula interpuesta por Sarmiento.Footnote 4 Más aún, la mera existencia de una ruralidad fue vista como un anacronismo por la literatura de principios del XX, como se evidencia en novelas canónicas como La vorágine (1924) o Doña Bárbara (1929), en donde la selva colombiana o el llano venezolano son representados como lugares atávicos en donde los ideales de la civilización van a estropearse.Footnote 5 En los años cincuenta y sesenta del siglo XX, el campo fue redescubierto como un sitio con potencial económico y revolucionario, aunque desde una mirada que enfatizaba su dependencia con la metrópolis global. Esta visión del campo se intensificó tras la explosión urbana y la migración de campesinos hacia la ciudad, y el consecuente abandono de tierras y pueblos. De constituir la mayoría de la población en América Latina a mediados de siglo, el campesinado se redujo entonces a solo el 20 por ciento al llegar el siglo XXI, número que se predice seguirá decreciendo.Footnote 6 Así, la pintura tradicional del campo como un pedazo de tierra con animales y siembras trabajado por toda la familia, hoy prácticamente no se encuentra.Footnote 7 Lo que existe, en cambio, es un campo en crisis producto de la violencia, la crisis climática y el avance de la agroindustria.Footnote 8 A pesar de ello, el campo sigue albergando un grupo importante de población rural, sobre todo de origen indígena y afrodescendiente, quienes subsisten negociando entre el agronegocio y los servicios formales e informales, incluido el narcotráfico.Footnote 9
Por su parte el cine, en tanto producto de la sociedad industrial, nació también a espaldas del campo. Desde un inicio se enfocó en las masas de la ciudad, la velocidad del transporte, las máquinas de producción y las actualidades de la vida urbana. Sin embargo, con la rápida globalización del medio cinematográfico, las periferias rurales del planeta tomaron protagonismo en tanto repositorios de formas de vidas alternativas a la modernidad industrial. De ahí aquellas cintas tempranas sobre viajes al interior o atracciones populares en donde lo rural se juntaba con lo urbano, como el caso de Un paseo a Playa Ancha (A. Massonnier, Francia/Chile, 1903). Con el desarrollo del cine argumental en los años veinte, el campo comienza a ser visto progresivamente como un refugio de identidad. Aquí destacan películas sobre episodios nacionales o dramas históricos como Nobleza gaucha (Humberto Cairo, Argentina, 1915), quizá “el primero en elaborar la dialéctica ciudad-campo”;Footnote 10 El húsar de la muerte (Pedro Sienna, Chile, 1925), sobre el revolucionario Manuel Rodríguez; y María (Alfredo del Diestro y Máximo Calvo, Colombia, 1922), basada en la novela cafetera de Jorge Isaac de 1867. Pero fue sobre todo el cine mexicano el que, tras la revolución de 1910, transformó al campo en uno de los escenarios preferidos del melodrama. Filmes como Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936) y Río Escondido (Emilio Hernández, 1948), si bien dejaban entrever las injusticias del campo, retrataron a los campesinos como sujetos desconectados de la modernidad. Aun así, conviene destacar el documental mexicano Redes de Emilio Gómez Muriel (1934), en el que se recrea la lucha cotidiana de los pescadores de Veracruz contra la explotación y que fue “un precursor de lo que luego se convertirá en una gran tendencia de cine políticamente comprometido en todos los rincones de América Latina”.Footnote 11
En efecto, con la renovación del lenguaje cinematográfico en los años cincuenta y sesenta, el campo se transformó en un importante espacio para el documental político, aunque en menor grado que la ciudad y las periferias suburbanas. Influenciado por el neorrealismo italiano, el cinema verité y el cine directo, el documental se acercó al campo para mostrar una realidad que había permanecido invisible en el relato de la modernidad latinoamericana. Aquí destacan filmes enfocados en la miseria de espacios suburbanos como Tire dié (Fernando Birri, Argentina, 1960) y Chircales (Marta Rodríguez y Jorge Silva, Colombia, 1972); o en el subdesarrollo de áreas rurales, como el caso de Araya (Margot Benacerraf, Venezuela, 1959) y Retornar a Baracoa (Nicolás Guillén Landrián, Cuba, 1966). También hay documentales de corte etnográfico como Trilla (Hernán Bravo, Chile, 1958) y los trabajos de la Escuela de Cuzco en la década del cincuenta. En estos documentales se aprecia la crisis de subdesarrollo del campo precisamente cuando América Latina experimentaba un fenómeno de urbanización desigual que creaba vastas zonas de marginalidad. Es en esta época también que el campo comienza a ser visto, desde la teoría de la dependencia y la reforma agraria, menos como un lastre del pasado que como el resultado del avance de capitalismo industrial, dentro del cual el campo juega un rol fundamental como sitio de extracción de materias primas y de producción de ejército industrial de reserva.Footnote 12 De ahí que el campesinado fuera visto también como un sujeto central en la lucha revolucionaria y antiimperialista —aunque sin el protagonismo que tuvo el “trabajador”—, como puede verse en el filme Campesinos (Marta Rodríguez, Colombia, 1975). Posteriormente, con el desarrollo de la estética militante del Tercer Cine, en cuyo seno estaba el proyecto de cambiar la realidad en vez de solo registrarla con la cámara, la mirada documental se orientó hacia las ciudades, en donde podía verse más claramente la idea de “pueblo” en tanto imagen de lo real.Footnote 13 Aun así, películas emblemáticas del cine militante, como La hora de los hornos (Octavio Getino y Fernando Solanas, Argentina, 1971) y Yawar Mallku (Jorge Sanjinés, Bolivia, 1969), destacaron el poder subversivo del campesinado, especialmente tras las incursiones del Che Guevara en la sierra boliviana.
Luego de la instalación de dictaduras en el cono sur y las brutales políticas de represión hacia la izquierda, el documental político dejó el tono épico para centrarse en la memoria histórica y la búsqueda de justicia, especialmente en un contexto neoliberal en que predominaba la impunidad y el individualismo. En este contexto, cabe destacar el metadocumental Cabra marcado para morrer (Eduardo Coutinho, Brasil, 1984) sobre el líder campesino João Pedro Teixeira, el cual marca el inicio de un boom de documentales reflexivos y subjetivos en el que se transita desde la política a la intimidad y desde la voz colectiva a la voz personal, un fenómeno que Aguilar va a llamar “post-épica”.Footnote 14 Esto marca también una cierta desaparición del paisaje rural y un protagonismo de la nueva ciudad latinoamericana, con documentales como La memoria obstinada (Patricio Guzmán, Chile, 1997) y ⓞnibus 174 (José Padilha, Brasil, 2002). Con todo, el documental latinoamericano no abandonó del todo su proyecto de representar la realidad rural, sobre todo para cuestionar los alcances de la globalización. Aquí jugaron un importante rol directores que venían del cine militante de los sesenta, quienes filmaron documentales sobre pueblos y zonas rurales con una óptica reflexiva a la vez que política. Entre estos cabe mencionar Pueblo en vilo (1995) y La isla de Robinson Crusoe (1999) de Patricio Guzmán y Viaje a los pueblos fumigados (2018) de Fernando Pino Solanas. Una línea emergente se aprecia en películas que trazan historias de resistencia campesina ante la pérdida de recursos naturales, tales como 13 pueblos en defensa del agua, el aire y la tierra (Francisco Taboada, México, 2009), La hija de la laguna (Ernesto Cabellos Damián, Perú, 2015) y De mujeres argentinas como la Lola (Silvina Segundo, Argentina, 2015).
Partiendo de lo anterior, en esta reseña examino una serie de documentales recientes sobre el estado del campo en América Latina, especialmente en un contexto de creciente marginalización y conflictos medioambientales. Considero importante abordar estos documentales desde una perspectiva regional ya que, si bien es cierto que el cine latinoamericano y América Latina no son conceptos monolíticos, existen algunas condiciones comunes relacionadas con el campo. Me refiero a la existencia de un sector agrario dominante y dependiente, en donde resabios del campesinado tradicional persisten junto al agronegocio. De este modo, me acerco al campo como un espacio donde coexisten simultáneamente formas de producción capitalistas y no capitalistas. Esto no debe leerse como signo de atraso, sino como consecuencia de la separación, inherente al capitalismo, entre el campo y la ciudad, en la que el primero representa los recursos naturales y humanos que la segunda necesita para reproducirse. Al mismo tiempo, no busco subordinar el campo ni a la metrópolis ni al capitalismo global, sino leerlo desde sí mismo como aquello que queda fuera de esos marcos. Al enfatizar las prácticas cotidianas de la vida rural, otorgando un rol central a la voz del otro, los documentales escogidos muestran que no es prudente centrarse solo en fórmulas híbridas o dialécticas entre campo y ciudad para entender el problema del campo hoy, sino que es necesario verlo como una entidad relativamente autónoma, no del todo absorbida por la ciudad o la globalización. En otras palabras, para tener visión de campo hay que tomar en cuenta el campo que queda fuera del campo de visión.
Los trabajos y los días
Uno de los aspectos más sobresalientes de los documentales escogidos es su representación del trabajo rural y cómo este organiza el tiempo de la vida. Se trata de trabajos relacionados con la agricultura o la ganadería, tanto con fines comerciales como de subsistencia, aunque dentro de un régimen mayormente informal. Así, lo primero que destacan los documentales es la precariedad en que se realizan estas labores, dando cuenta de las nuevas formas de explotación vigentes en el medio rural hoy en día. Lo segundo que los documentales resaltan es que, como resultado de lo anterior, las actividades productivas y reproductivas tienden a mezclarse en el campo. La alimentación o el cuidado de los niños, por ejemplo, están imbricados con la crianza de ganado o la cosecha. Esto hace que trabajo rural involucre muchas veces al conjunto de la familia, incluyendo a los menores, aunque los documentales son enfáticos en mostrar cómo las actividades reproductivas recaen mayormente en las mujeres. El tercer aspecto es el carácter estacional del trabajo rural, una de las principales razones de la informalidad y pobreza en el campo. Sobre este aspecto, cabe señalar que los documentales retratan la estacionalidad como una forma de organizar no solo el trabajo, sino también la vida a partir de los ciclos naturales. Esto no significa que la relación de los campesinos con la naturaleza no esté mediada por el capital, pues la estacionalidad, la informalidad, la precariedad y, más aún, la misma noción de campo, son en realidad categorías que surgen de relaciones capitalistas entre el medio rural y la metrópolis global.
En Raídos de Diego Marcone (Argentina, 2016) se observan con mayor intensidad estos problemas. Este documental se centra en un grupo de jóvenes trabajadores de la yerba en la provincia de Misiones, en el Norte Grande de Argentina, en donde proliferan los “barrios tareferos” conformados por campesinos que han migrado a las periferias de las ciudades para trabajar en la cosecha. El documental, cuyo título refiere a los maltratados sacos en que se pone la yerba cosechada a mano, pero también a la condición de explotados de los temporeros, comienza junto con el inicio de la cosecha, también llamada tarefa, al llegar el verano. La tarefa, término tomado del portugués que ilustra la condición fronteriza de Misiones, consiste en un contrato temporal para cortar yerba que se realiza en cuadrilla y es pagado por peso de la cosecha. Se trata de un trabajo exigente, agotador y mal pagado, como los mismos tareferos discuten frecuentemente en el documental. Durante la tarefa, los temporeros trabajan sin cansancio desde temprano por la mañana hasta caer la noche, intentando cosechar el máximo de yerba, la que luego es pesada y transportada en camiones hasta las plantas procesadoras. La tarefa no se limita a los varones de la comunidad, sino que también incluye a las mujeres, quienes van junto a sus parejas a trabajar para cosechar más y satisfacer sus necesidades básicas. También vemos que en la tarefa trabajan adultos mayores que les enseñan a los más jóvenes, algunos todavía menores de edad que han dejado el estudio para dedicarse de tiempo completo a la cosecha por necesidades familiares y porque quizá la yerba es el único horizonte que se vislumbra en esta área apenas urbanizada. Al terminar la tarefa, los jóvenes quedan desempleados y deben rebuscárselas para sobrevivir, haciendo trabajos menores o labores comunales, aunque la falta de oportunidades en el área hace que gasten su tiempo durmiendo, jugando fútbol o bebiendo. Esta estacionalidad marca la vida de los tareferos y la estructura del propio documental, el cual se abre con imágenes de los trabajadores cortando yerba al ritmo de la cumbia y termina con el comienzo de un nuevo ciclo luego de los meses de desempleo.
El crudo retrato de los tareferos que realiza Marcone hace pensar en la crónica-ensayo “Lo que son los yerbales” del paraguayo Rafael Barret (1910), en el que la cosecha de la yerba relega al ser humano a un segundo plano con respecto a la mercancía.Footnote 15 Esto se ve reflejado en el documental en el momento en que una pareja de tareferos debe suministrar pesticidas para evitar que crezcan malezas que vayan a afectar el crecimiento de la yerba. La película nos muestra a los tareferos echando el pesticida sin protección, debiendo ocupar incluso la boca para cargar los bidones con el veneno. El salario es el que mejor ilustra la disparidad entre el valor de la mercancía y el valor del trabajo, pues los temporeros reciben apenas ARG$50 por cada cien kilos de yerba que cosechan, mientras que el precio de la yerba para consumo puede costar hasta $35 por kilo. Dado que la hoja es una de las bases de su dieta junto con el reviro, especie de fariña preparada por las mujeres de la comunidad, en una de las escenas vemos que los temporeros advierten, no sin ironía, que la misma yerba que cortan por un pago tan ínfimo deben luego comprarla en la tienda local a un precio leonino. En esta escena, el momento en que uno de los tareferos mira la bolsa de yerba, intentando internalizar esta contradicción, captura el momento en que el trabajador advierte que está siendo explotado y que, a la vez, poco puede hacer para cambiar su situación (Figura 1). Aun así, en el documental vemos cómo los tareferos intentan negociar el precio de la yerba con el contratista, un sujeto que llega a la comunidad en vehículo cargando un libro de notas con nombres y números. Este no solo no quiere pagar más por el kilo a pesar del alto costo de la vida, sino que incluso amenaza con despedir a uno de los tareferos. Así, Marcone hace ver cómo los tareferos se encuentran atrapados en un ciclo de pobreza que los hace identificarse como “negros”. Esto funciona como marca racial (los tareferos son de origen indígena, aunque no se mencione en el documental), pero sobre todo como una marca de clase.
En Arreo de Tato Moreno (Argentina, 2015) se observa también la estacionalidad del trabajo rural y su particular manera de organizar el tiempo de la vida. El documental sigue la vida de una familia de pastores de cabras de Malargüe, en la provincia de Mendoza, Argentina, en la precordillera de la región de Cuyo. Al igual que Raídos, el documental empieza con el inicio de las faenas ganaderas, en concreto, con las pariciones de cabras que tienen lugar en octubre. En este momento los campesinos deben ahijar las crías recién nacidas con sus madres para que estas las amamanten. Se trata de un procedimiento sumamente visceral, pues requiere parear a las crías aún bañadas en placenta con sus madres, sin perder la correspondencia. Terminado este proceso, comienza el arreo de las cabras a través de la precordillera hasta llegar a una veranada, o zona de pastaje donde las cabras permanecen hasta marzo o abril. Durante este período, toda la familia debe mudarse a un pequeño rancho con el propósito de pastorear a las cabras, realizando labores campestres y actividades de ocio (Figura 2). Al término de la veranada, las cabras son vendidas hasta acabar el invierno, momento en el que los campesinos preparan las condiciones para repetir el ciclo.
Arreo es un documental de viaje por los antiguos caminos de arrieros que se cruzan con las modernas carreteras. Mas no solo se trata del arreo de las cabras por las vegas, sino también del viaje de uno de los hijos desde la ciudad al campo para ayudar con las faenas, reencontrarse con la familia y las costumbres rurales. De hecho, es en este traslado que la identidad gaucha de la familia se expresa con más fuerza. Recorrer la pampa a caballo, acampar al vivac bajo la protección de los perros, hacer un asado, tocar en la guitarra alguna triste tonada y tomar mate en silencio alrededor de la fogata, son rituales gauchescos que hablan de otro modo de experimentar el tiempo y la vida. Sin embargo, los propios gauchos son conscientes de que se trata de una identidad en extinción, en parte porque crecen las dificultades para criar el ganado lucrativamente y en parte porque ya no quedan puesteros que realicen esta labor. De este modo, el arreo significa no solo un viaje por la precordillera, sino también un viaje por costumbres y trabajos en vías de desaparición.
La escuela de la distancia
La estacionalidad del trabajo y de la vida en el campo también se puede ver en Temporada de campo (Isabel Vaca, México, 2021), aunque en este caso desde la perspectiva de Bryan, un niño de doce años que pasa sus vacaciones de verano en el rancho familiar “La Punta”, adoptando el estilo de vida vaquero en Chinampas, Jalisco, en el occidente de México. En este conmovedor documental del género coming of age, vemos a Bryan disfrutar apasionadamente de los soleados días en el campo, alimentando a los animales, jugando inocentemente con su primo Arón y trabajando, como él mismo afirma, en la preparación de toros de lidia (Figura 3). No obstante, el deseo de Bryan de convertirse en vaquero y continuar así con una tradición familiar que se arrastra por varias generaciones se ve interrumpido por la obligación de ir a la escuela en el pueblo cercano. Si bien Bryan destaca en matemáticas y su madre quiere que se convierta en “licenciado”, ir a la escuela significa estudiar, vestir uniforme y seguir un horario escolar y una forma de comportarse que difiere radicalmente con la del campo, además de sufrir la exclusión de sus compañeros por su forma campestre de vestir y hablar. Así, la separación sistémica entre el campo y la ciudad representa para Bryan una dicotomía en su propia vida: dos formas de ser y de ocupar el espacio y el tiempo. Es en esa partición que también descubrimos que el padre de Bryan ha emigrado a los Estados Unidos, perdiendo contacto con la familia, de modo que la separación entre campo y ciudad que experimenta Bryan se replica en el nivel más amplio de la migración desde el sur hacia el norte. Y quizá como rechazo a todo lo que estas divisiones implican en la vida de Bryan, este realiza los trámites para eliminar el apellido de su padre, en uno de los momentos más llamativos del documental.
La oposición entre campo y trabajo, y ciudad y escuela, es un tema que también encontramos en los otros documentales escogidos. En Arreo tenemos el caso de los dos hermanos en el que solo uno ha seguido los estudios en la ciudad, mientras que el otro permanece en el campo para convertirse en puestero, aunque es poco probable que pueda continuar con esta labor. El que vive en la ciudad ya no gusta del campo y prefiere la vida urbana, en donde estudia, tiene una novia y un trabajo en un hotel de turismo. En Raídos también reaparece el tema de los dos hermanos con diferentes destinos, aunque de un modo más trágico debido a la pobreza en que viven los tareferos. El que ha podido terminar la secundaria debe migrar hacia Puerto Iguazú para continuar los estudios, hecho que implica una gran dificultad para la familia. A pesar de que la madre intenta convencerlo de migrar, el recién graduado afirma que ir a la ciudad significa “humillarte porque tenés que empezar muy de abajo” y que, de hecho, muchos jóvenes que quisieran estudiar deciden quedarse al ver que la familia se queda sin medios para sobrevivir, de modo que “no te queda otra que ayudarle a tu familia y empezar a tarefear”. Así, en la escena en el bus hacia Iguazú lo vemos profundamente reflexivo, quizá porque sabe que migrar significa proletarizarse y vivir en un régimen tan abusivo como el de la tarefa, pero en el que ya no tiene siquiera el lazo familiar. Por otra parte, el hermano que se queda en el campo confiesa estar arrepentido de no haber seguido los estudios, pues la tarefa es un trabajo duro y mal pagado: “Me arrepentí el resto de mi vida. En vez de elegir el estudio, elegí esta cosa [la tarefa]”. Como respuesta a esta frustración, el hermano suele beberse el dinero que le pagan en la tarefa, mostrando que el alcoholismo es uno de los principales problemas de la comunidad. Sin embargo, durante la celebración de año nuevo, este hermano le pide perdón al otro y promete, tiernamente, “no escabiar tanto este año”.
Con estas escenas, los documentales apuntan a la falta de oportunidades académicas para niños y jóvenes en el campo, acaso uno de los conflictos más urgentes en el medio rural. Esto afecta incluso a familias patronales como a la que pertenece Bryan debido a la separación estructural entre campo y ciudad. Entre las razones de esta dicotomía entre estudiar o trabajar en el campo está la incompatibilidad entre la estacionalidad del trabajo rural y el régimen más bien urbano de la escuela. Además, estudiar implica migrar y costear una vida partida entre un estilo urbano y otro campesino. Finalmente, la distancia del campo con respecto a los centros urbanos es “una de las principales barreras para tener acceso a empleos rurales no agrícolas, así como para mejorar la educación y las calificaciones de los trabajadores agrícolas y recibir servicios del Estado”.Footnote 16 De esta manera, los documentales parecen matizar la tesis marxiana acerca de la compresión entre el tiempo y el espacio que se produce en la modernidad capitalista. Si bien estas comunidades están indiscutiblemente conectadas con el mundo, los documentalistas las representan como aisladas y arcaicas, reproduciendo incluso ciertos estereotipos sobre el campo que tanto el cine melodramático como el militante habían utilizado, pero que surgen de la distancia real entre campo y ciudad. A la vez, esta representación del campo como fuera de la historia expone la persistencia de una subordinación del medio rural con respecto a la metrópolis global, la cual necesita mano de obra barata, recursos naturales y un ejército de reserva para superar la próxima crisis de acumulación.
Identidad animal
Temporada de campo parte con una secuencia en la que Bryan nada en un estero cercano junto a su primo Arón, con quien pasa gran parte de sus vacaciones inventando juegos y riendo. Estas escenas se repiten en el documental, creando una impresión del campo como un lugar idílico, en donde, como se ve en la Figura 3, los animales humanos y no humanos fraternizan. Algunas secuencias después vemos cómo Bryan y su primo colaboran estrechamente en la preparación de toros de lidia, ayudando en el lazo, marcaje, ensillamiento y preparación de los toros que luego serán llevados a la plaza, posiblemente a su muerte. Estas imágenes un tanto violentas contrastan con aquellas escenas donde veíamos a Bryan jugar, poniendo al espectador en una posición incómoda. Si bien las corridas de toro no son un tema central en la película, la tauromaquia aparece como una pasión para Bryan. Este incluso habla a favor de la lidia de toros luego de ver vídeos en YouTube en los cuales se critica la práctica. Así, la tauromaquia se erige como un símbolo de identidad campesina que necesita ser defendida en un contexto de globalización, la cual se caracteriza precisamente por la convergencia no siempre armónica de costumbres modernas y tradicionales.
En efecto, relacionar identidad con explotación animal a través de prácticas como la tauromaquia, el rodeo, el arreo y la carnada constituye uno de los puntos de mayor conflicto entre el campo y la ciudad en el presente —espacios que vienen a representar el tradicionalismo y el progresismo respectivamente. Esto es lo que vemos hasta cierto punto en una de las secuencias más llamativas de Mocha de Guillermo Ribbeck Sepúlveda (Chile, 2010), un documental sobre la isla Mocha, ubicada a treinta y seis kilómetros de la costa en el sur de Chile. Esta isla se caracteriza por el aislamiento de sus habitantes, quienes viven con muy pocos recursos, sin electricidad y tomando lo que la naturaleza les da para sobrevivir. En una de las historias que abarca el documental vemos a un grupo de campesinos al momento de matar una vaquilla para consumo doméstico y venta en la comunidad. Si bien no se puede considerar esta acción como maltrato animal, sí es chocante el modo artesanal de matar a la vaquilla, la cual recibe garrotazos en la cabeza que no la liquidan de inmediato. Posteriormente, vemos cómo uno de los campesinos le corta la yugular y luego bebe directamente de la sangre que sale del cuello, vociferando que “el chileno tiene que tomar sangrecita de esta para agarrar fuerza”, pues “el chileno tiene que vivir de la naturaleza”, como si en este acto radicara la esencia de la identidad chilena (Figura 4). Si esta escena deja incómodo al espectador, también se debe a que una de las vacas que mira la carnada muge en aparente señal de compasión. Así, Ribbeck nos muestra que quizá la violencia que vemos en la ganadería tradicional radica menos en la práctica misma de desollar o castrar a un animal que en el hecho de que podamos observarlo (en vez de, por ejemplo, solo comprar la carne de un animal en un supermercado). Al mismo tiempo, estas formas de explotación animal que los documentales exploran quizá con un propósito etnográfico, contribuyen a desmontar todo remanente de nostalgia en torno al campo.
El campo sin tierra y la mujer campesina
En Mocha, una de las historias más interesantes es la de una mujer que realiza tejidos y adornos para decorar su casa a partir de modelos que observa en revistas y libros. Con una voz baja pero convincente, contra la luz tenue que proyecta el atardecer por la ventana, su historia expresa la voluntad de crear en un medio que se caracteriza por su arcaísmo y aislamiento y da cuenta así del rol protagónico que tiene la mujer no solo en la reproducción de la vida campesina, sino también en la articulación de un nuevo discurso en torno al campo. En ese sentido, uno de los aportes de estos documentales es relatar la transición de las mujeres campesinas desde un papel de cuidadoras sin reconocimiento a uno en que se convierten en actores políticos.
Es sabido que la mujer tiene un rol protagónico como responsable del proceso de reproducción social en el campo. Ellas suelen estar a cargo del cuidado de los hijos y de los familiares mayores, así como de la crianza de los animales domésticos para consumo, entre otras actividades de reproducción, muchas veces sin la ayuda de un marido. Sin embargo, la subordinación del trabajo reproductivo hace que las mujeres sean las más afectadas por el aislamiento y precariedad del campo, traduciéndose en analfabetismo, explotación, violencia de género y falta de derechos. Esto es un poco lo que vemos en Arreo y Raídos, donde los hombres trabajan en el campo y obtienen pagos o salarios por ello, mientras las mujeres se encargan de la alimentación, la crianza, incluso la vestimenta, pero sin reconocimiento salarial.
La precaria situación de la mujer campesina se ve con especial dramatismo en En lo escondido (Colombia, 2007) de Nicolás Rincón Gille, primera entrega de una trilogía titulada “Campo hablado”, compuesta también por Los abrazos del río (2010) y Noche herida (2015). En lo escondido se enfoca en Carmen, una mujer campesina que, desde su finca en Cundinamarca, nos relata una vida marcada por la violencia. Su relato comienza con el momento en que decidió escapar de casa cuando era adolescente debido a los abusos de sus padres. Según nos cuenta con detalles, allí ocurrió un hecho que le marcaría para siempre: una bruja le ofreció convertirla en una mujer rica y exitosa a cambio de acostarse con el diablo, a lo que ella se negó. Carmen cree que, desde entonces, ha estado condenada a la infelicidad, aunque también dice haber recibido el don de predecir el futuro. Entre los males que relata, sobresale el del parto de su primera hija a manos de una partera que le provocó una lesión en la espalda. Tras muchos esfuerzos, Carmen pudo dar a luz, pero la recién nacida fue calificada de “fenómeno” por su hermana, quien le hizo unos nudos con el cordón umbilical para que se curara.
El testimonio de Carmen, lleno de elementos fantásticos y giros lingüísticos locales, demuestra que el aislamiento del campo, aun cuando es uno de sus fundamentales problemas, es también el marco para la emergencia de un discurso propio que permita narrar la violencia del mundo rural. Esto se ve en otro capítulo escalofriante de la vida de Carmen: los crueles abusos físicos a que la sometió su marido. A pesar de estos hechos, en el documental la vemos relatar su historia con un humor resignado mientras pasea entre los árboles frutales y cocina en compañía de su anciana madre y un amigo, quizá un amante. Incluso la vemos actuar algunas de sus historias para mayor verosimilitud, como cuando relata el parto de su primera hija (Figura 5) o el ataque de un grupo paramilitar a su tienda, razón por la que terminó huyendo hacia Bogotá en calidad de desplazada. Aunque esta dimensión performativa pareciera atribuir verosimilitud al documental, los gestos y palabras con que Carmen reconstruye su trágica biografía parecen confundirse con los inclasificables ruidos de la noche rural. De hecho, En lo escondido se caracteriza por estar filmado con una luz tenebrosa que resalta la niebla de la montaña, la falta de electricidad en la finca y los sonidos de los animales silvestres, lo que le otorga a la cinta un cariz casi surrealista. Sugiero que, con esto, Rincón Gille buscó mostrar cómo la representación de lo real en el cine es una zambullida en la oscuridad de la historia, al punto que lo real se vuelve inconmensurable.
En contraste con En lo escondido, Chão de Camila Freitas (Brasil, 2019) enfatiza el rol político de las mujeres no solo en la obtención de tierras, sino también en la reivindicación del campesinado en el contexto de la globalización. Su tema central es el despliegue del Movimento dos Trabalhadores Rurais sem Terra (MST) —uno de los movimientos de reforma agraria más antiguos de América Latina— en tierras de la planta procesadora de caña de azúcar Santa Helena, en el estado de Goiás. El documental da cuenta de todo el proceso de ocupación, incluyendo el reclutamiento de activistas en los barrios pobres de la periferia de la ciudad, la construcción de los campamentos de ocupación, la batalla legal para conseguir los derechos de propiedad y, finalmente, la toma de la planta para demandar la entrega de tierra. Uno de los aportes centrales de Freitas es mostrarnos cómo se va construyendo la identidad política de los ocupantes sobre el hecho de no tener chão (tierra, suelo o parcela). Como sostiene uno de los organizadores del movimiento, no tener tierra es una forma de identidad. Sin embargo, para los miembros del movimiento no se trata solamente de ocupar tierra apropiada por el capital para devolvérsela al pueblo, sino de tener un “proyecto colectivo de retornar al campo”. Esto implica también cultivar la tierra para, como se dice en una de las manifestaciones, producir comida sin agrotóxicos en vez de caña transgénica. Así, la recuperación de tierras del MST consiste en un proyecto mucho más integral, que implica también reconstruir los lazos comunitarios perdidos por la urbanización y el avance capitalista. Estos lazos no se limitan a la región de Goiás, pues los participantes de la toma son conscientes del alcance global de su lucha por ganarle espacio a la agricultura transgénica. Esto se aprecia cuando una de las ocupantes de tierra, luego de ver un comercial televisivo sobre el agro brasileño en el que una mujer urbana dice que el refrigerador es nuestra granja, explica a la cámara que Bayer es la misma compañía que vende las semillas transgénicas y los agrotóxicos y luego vende las medicinas para recuperarse de las enfermedades producidas por esos productos. Así, el documental apunta a la reivindicación del campesinado como otra forma de relacionarse con el planeta, a pesar de los riesgos que esto implica en un país que, después de Bolsonaro, ha traído de vuelta el latifundismo armado.
Con todo, el documental se destaca porque no impone una narrativa épica sobre el movimiento, sino que introduce una dimensión más reflexiva y poética de la ocupación por medio de largas tomas del paisaje local y cómo este se va transformando de suelo erosionado en tierra fértil (Figura 6). Aquí es donde sobresale la perspectiva de la “avó” (abuela en portugués), uno de los sujetos del documental quien se ha asentado en una toma de terreno, sembrando vegetales y recuperando con ello su identidad campesina. Su historia de vida como luchadora del MST y la paciencia con la que cuida su siembra permite articular los distintos saberes que confluyen en la ocupación, algo que Freitas filma casi con melancolía. Esta misma aproximación melancólica al campo también se observa en una de las tomas más recurrentes del documental: la construcción de miradores o casetas en tierras ocupadas. Se trata de precarias construcciones de madera que sirven para ejecutar la ocupación de terrenos y avistar la llegada de la policía, así como para juntarse a tomar café y conversar. De este modo, el documental parece decir que, si bien algunas voces predecían el ocaso de los movimientos populares en América Latina, es precisamente la trayectoria de vida de viejos militantes, especialmente mujeres, las que nos pueden enseñar cómo, quizá de modo precario, se reconstruye el campesinado del futuro.
Conclusiones
Los documentales reseñados dan cuenta del estado del campo en América Latina en el presente. En todos ellos se observa un énfasis realista y hasta costumbrista en tanto incluyen detalladas secuencias sobre prácticas rurales, obliterando la ciudad como la otra cara de la moneda rural. A la vez, ninguno de los documentales escogidos contiene comentarios en off, y aunque coquetean con el periodismo, no ofrecen ninguna información de contexto o gráfica que indique al espectador donde está situado ese campo que se intenta registrar. Esto se contrapone a la representación del campo como espacio de identidad nacional, la cual siempre se identifica con la óptica del poder a través de mapas y denominaciones. Como mucho, los documentales muestran cómo se experimentan los últimos rastros de la identidad nacional en territorios subalternos, resaltando su carácter residual. De este modo, los documentales realizan un retrato sumamente temporal del campo, otorgando mucha importancia a la voz del otro a través de largas entrevistas con los sujetos y observación detallada de sus prácticas. Esto hace que la representación del campesino, el cual había sido encuadrado con fines melodramáticos, nacionalistas o revolucionarios, se produzca empáticamente a partir de un encuentro con el otro como fuente legítima de conocimiento sobre una realidad histórica marginalizada.
Al mismo tiempo, el enfoque en el campo como entidad separada de la ciudad hace que los campesinos aparezcan en ocasiones como sujetos anacrónicos. De hecho, la falta de información de contexto en los documentales provoca en el espectador una impresión de inconmensurabilidad de la vida campestre, como vimos en el caso de En lo escondido. Por supuesto, no hay nada más moderno que representar el pasado como un mundo inaccesible. Sugiero incluso que los campesinos retratados en los documentales realizan una performance de su identidad con el fin de persuadirnos de que son campesinos, llevando a cabo actos considerados típicamente rurales, como se pudo ver con la explotación de animales o las costumbres folclóricas. Sin embargo, lo que identifica a todos los sujetos de los documentales, incluso si son propietarios o temporeros, es la precariedad que se vive en el campo producto del aislamiento, la violencia y el extractivismo. En este sentido, considero que los documentales usan el tropo del campo como espacio anacrónico precisamente para cuestionar un relato de progreso en donde las periferias quedan relegadas a sitios de extracción y marginación.
Nadie más consciente de su precariedad que los propios campesinos que aparecen en los filmes, quienes repetidamente denuncian la incertidumbre en la que subsisten, sobre todo en lo que se refiere a la propiedad rural. Los puesteros en Arreo, los temporeros en Raídos, los ocupantes de tierra en Chão o los isleños en Mocha, todos ellos dan cuenta de la zona gris en la que se encuentran en materia de tierras, a medias entre el derecho de uso y el desplazamiento. Esta ambivalencia funciona en el capitalismo como una manera de reservar el campo para explotaciones futuras. De este modo, el campo que vemos en los documentales, a pesar de ser un repositorio de tradiciones, no es tanto sinónimo de pasado como de un futuro marcado por la precariedad y la incertidumbre. Incluso, un futuro en donde la extinción de especies, pero también de culturas, es cada vez más frecuente. Es ahí de donde surge el rol político del campo hoy: ser un reservorio de formas de vida en donde se puede encontrar lecciones de resistencia, principalmente aquellas asociadas a la recuperación de tierras y el desarrollo de una agricultura sostenibles. Los documentales solo entregan pistas de esto, sin encuadrar el discurso campesino en una narrativa épica. Antes bien, al dejar rodar la cámara y entrevistar detalladamente a los sujetos, nos permiten tener una “visión de campo” llena de momentos singulares que solo el cine puede registrar. Momentos fuera del campo de visión que parecen ser el único modo de tener una visión fidedigna del campo latinoamericano hoy día.
Filmografía adicional
En la siguiente lista, por supuesto no exhaustiva, se pueden ver los títulos cinematográficos mencionados en esta reseña y que pueden servir de referencia para una historia preliminar del cine de ficción y no ficción sobre el campo latinoamericano en los siglos XX y XXI.
Un paseo a Playa Ancha, A. Massonnier, Francia/Chile, 1903.
Nobleza gaucha, Humberto Cairo, Argentina, 1915.
María, Alfredo del Diestro y Máximo Calvo, Colombia, 1922.
El húsar de la muerte, Pedro Sienna, Chile, 1925.
Redes, Emilio Gómez Muriel, México, 1934.
Allá en el Rancho Grande, Fernando de Fuentes, México, 1936.
Río Escondido, Emilio Hernández, México, 1948.
Trilla, Hernán Bravo, Chile, 1958.
Araya, Margot Benacerraf, Venezuela, 1959.
Tire dié, Fernando Birri, Argentina, 1960.
Retornar a Baracoa, Nicolás Guillén Landrián, Cuba, 1966.
Yawar Mallku, Jorge Sanjinés, Bolivia, 1969.
La hora de los hornos, Octavio Getino y Fernando Solanas, Argentina, 1971.
Chircales, Marta Rodríguez y Jorge Silva, Colombia, 1972.
Campesinos, Marta Rodríguez, Colombia, 1975.
Cabra marcado para morrer, Eduardo Coutinho, Brasil, 1984.
Pueblo en vilo, Patricio Guzmán, Chile, 1995.
La memoria obstinada, Patricio Guzmán, Chile, 1997.
La isla de Robinson Crusoe, Patricio Guzmán, Chile, 1999.
La libertad, Lisandro Alonso, Argentina, 2001.
ⓞnibus 174, José Padilha, Brasil, 2002.
Los rubios, Albertina Carri, Argentina, 2003.
Los viajes del viento, Ciro Guerra, Colombia, 2009.
13 pueblos en defensa del agua, el aire y la tierra, Francisco Taboada, México, 2009.
Los abrazos del río, Nicolás Rincón Gille, Colombia, 2010.
Noche herida, Nicolás Rincón Gille, Colombia, 2015.
La hija de la laguna, Ernesto Cabellos Damián, Perú, 2015.
La tierra y la sombra, César Acevedo, Colombia, 2015.
De mujeres argentinas como la Lola, Silvina Segundo, Argentina, 2015.
Boi Neon, Gabriel Mascaro, Brasil, 2015.
Viaje a los pueblos fumigados, Fernando Pino Solanas, Argentina, 2018.