Published online by Cambridge University Press: 23 July 2019
Entre 1659 y 1662, el pintor italiano Guido Cagnacci, por entonces establecido en la corte vienesa de Leopoldo Guillermo I, llevó a cabo dos versiones distintas de La muerte de Cleopatra (Ritschard y Morehead 122–27). La primera, hoy en la Pinacoteca di Brera en Milán, nos presenta a una mujer sola y desnuda de cintura para arriba, sentada en un sillón de cuero y con una pequeña serpiente atrapada entre el brazo derecho y uno de los brazos del sillón. La mirada de Cleopatra es ambigua: si el mordisco ya se ha producido, no sabemos si en el brazo o en el pecho, lo que presenciamos es la agonía o muerte de la reina, matizadas por la placidez del gesto y por unos ojos entornados y oscurecidos que no miran nada; si el mordisco está a punto de producirse, tal vez en el pecho izquierdo, hacia donde la víbora apunta fijamente la cabeza, lo que vemos es un gesto ensimismado y una mirada provocativa, a la Gentileschi, en los que se cifra el desafío de la reina a Augusto y al propio espectador. En la segunda versión, última de las numerosas versiones del suicidio de Cleopatra que realizara Cagnacci y hoy en el Kunsthistorisches Museum de Viena, compuesta muy poco después de la versión de Milán, desaparece cualquier señal de ambigüedad: Cleopatra, de nuevo semidesnuda, luce ahora los símbolos inequívocos de su poderío (la corona) y riqueza (la famosa perla), y el sillón en el que descansa se acerca mucho más al trono de una reina; la serpiente, a pesar de que los pechos se le ofrecen desnudos, muerde uno de los brazos; y la cabeza y mirada de Cleopatra, ambas inertes, son la inequívoca expresión de una muerte apenas consumada. Cagnacci, además, acompaña la imagen sedente de Cleopatra de siete doncellas que, replicando algunas el semidesnudo de su ama, se arremolinan alrededor del trono inyectando de gestualidad y sentimiento la quietud de la reina muerta.
Los cambios incorporados a esta segunda versión nos recuerdan dos aspectos importantes de la iconografía cleopátrica a tener muy en cuenta a la hora de entender lo que lectores y público barrocos buscaban leer y ver en la reina egipcia. Estos cambios, creo, resultan especialmente relevantes para acercarse a las versiones teatrales auriseculares de la historia cleopátrica, a las cuales se dedica por entero este capítulo.
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